miércoles, 5 de agosto de 2009

Moteles de Hiroshima

Los casi destruidos edificios, sin embargo, alojaban familias. En algunos casos, los que compartían el techo, no tenían lazos de sangre, al menos la que corría en sus venas. Era otra sangre las que los unía, aquella que habían visto en sus seres queridos, en la hora de la muerte.
Esa misma muerte que aún era una sombra sobre la zona, haciendo el aire aún más irrespirable, a pesar de los meses de la bomba. El silencio gobernaba los caminos y nadie se atrevía a regresar a la ciudad. En realidad, la ciudad ya no existía. Eran escombros, ruinas, recuerdos de un dolor que seguía allí desangrándose, inertes ante la mirada ajena.
La incomprensión del mundo se asombraba por el poder del hombre. En tanto, los sobrevivientes del segundo sol naciente, ese que había iluminado el día con tanta fuerza que aún dolía, no solo por las secuelas, sino por el recuerdo de los que no estaban, aún no salían del estupor.
Los mayores caminaban con pereza, lentamente, los ojos hinchados de no dormir. Algunos llevaban las marcas del destello, quemaduras de por vida que atravesaron las ropas y mutilaron la piel. Otros sentían síntomas agobiantes, como sed intensa, náuseas y fiebre, además de soportar manchas en la piel producidas por hemorragias subcutáneas.
Los médicos que habían llegado después de agosto habían detectado en todos las defensas muy bajas. Muchos de los sobrevivientes ya habían acusado una fase fulminante en su estado, que comenzaba con diarreas, la pérdida del cabello y hemorragias intestinales que llevaban al deceso. Todos estaban expuestos a infecciones, que en ese estado, le permitirían a la muerte hacer mucho más fácil su trabajo.
También se les había advertido sobre la radiación, sobre los efectos a futuro, e incluso, en ciertos casos, inmediatos. Las probabilidades de deformaciones, de muertes inevitables... el futuro era tan devastador como la bomba misma.
Los niños jugaban entre las casas de aquellos moteles ubicados en las afueras. En sus rostros portaban sonrisas, que solo en ellos era posible apreciar por esos días. Se mezclaban todas las edades. Cada uno sufría no obstante a su manera.
Los que habían quedado semi mutilados, otros amputados, algunos ciegos por el mismo destello de la explosión, quemados de gravedad, enfermos por el polvo respirado, algunos débiles por la falta de comida y agua. Pero jugaban, y reían.
De la forma que podían, hacían una ronda. Grande, enorme. Todos ellos. La ronda giraba, y los chicos entonaban una canción, mientras los padres y otros mayores no miraban, para no seguir sufriendo:

"Cae, cae, cae,
del cielo como estrella
Cae, cae, cae,
y no es una ilusión
Cae, cae, cae,
sin la menor compasión,
Cae, Cae, Cae
en esta ciudad tan bella
Cae, Cae, Cae
un dolor que destruye
un dolor que no huye
que reside en el mundo
pagano e inmundo
sin placer por crear
y pasión por matar
Cae, cae, cae
y nos lleva consigo
Cae, Cae, Cae
como a nuestros padres y hermanos
Cae, Cae, Cae
y si aún no lo ha hecho le digo
Cae, Cae, Cae,
llévame ahora de la mano"

Cuando la canción cesaba, la ronda se detenía y uno de los chicos quedaba en el centro. Entonces, alguien se ocupaba de llamar con un grito a un mayor. Y el niño elegido, ya sentenciado a muerte por la gran detonación y el malogrado ingenio humano, era llevado a uno de los tantos cuartos en pie de los moteles de Hiroshima para dejar de sufrir.
Los mayores no querían mirar la ronda, porque no podían elegir. Que fuera un juego, que la muerte se convirtiera en eso, había dejado de ser culpa de ellos hacía mucho tiempo.


El 6 de agosto se cumplen sesenta y cuatro años de la bomba nuclear arrojada sobre Hiroshima, en el comienzo del fin de la Segunda Guerra Mundial, en un ataque atómico sin precedentes ordenado por el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman. Esa bomba, tuvo nombre, se llamó "Litle Boy". Tres días después, el 9 de agosto, cayó sobre Nagazaki "Fat Man" hecha con plutonio-239, más devastadora que la primera, elaborada con uranio-235. A lo largo del siglo pasado y el actual, se llevan realizadas más de 2000 detonaciones nucleares en el planeta. El miedo que infundieron los resultados visibles de estos bombardeos, sesenta años atrás, nos llevan a pensar en lo mal que utilizamos la inteligencia que poseemos. Se vive con el miedo que alguna potencia enloquezca y quiera hacer uso del poder devastador de esta tecnología, pero en el juego de tire y afloje que los poderosos proponen, nadie da el brazo a torcer. En tanto, millones y millones de inocentes oran en silencio por una paz que saben, es utópica e irreal.

4 comentarios:

el oso dijo...

Impresionante. Al parar un poco la pelota y mirar las cosas detenidamente, se observa que esto es una locura que no cabe en la mente más perversa. Sin embargo, lo naturalizamos.
Como también son otras locuras el hambre de muchos al lado de la abundancia de pocos. Sin embargo, nos acostumbramos.
La lista podría ser innumerable, pero, como los niños de los moteles -aunque en sentido contrario- asumimos el juego. Nosotros jugamos con la muerte, estos niños mueren con el juego.
Me conmovió, amigo Neto.
Abrazo

SIL dijo...

Y los poderosos del mundo no tomaron nota, éso es aún peor.
Y los juegos de matar inocentes son cada vez más perversos...
Quizás falten hongos centelleantes...
(Ahora los asesinos se han vuelto más discretos...)

Great Neto.

Anónimo dijo...

estoy sin palabras, casi enmudecido antes semejante cachetazo! Estas palabra Neto están cargadas de una realidad absurda y asesina que muchas veces no queremos ver y que tantas veces nos ocultan o disfrazan con basura mediática y cultural.
Un crudo relato de un crudo aniversario de la humanidad; la pena es que todavía existan tantos "Hiroshimas" con o sin hongo nuclear en nuestros días...
saludos!

Taller Literario Kapasulino dijo...

Se me llenaron los ojos de lagrimas... porque esta historia es real, lamentablemente muy real...
Que tristeza... que hijos de puta...